miércoles, 11 de febrero de 2015

Sueño a carboncillo








Había salido a caminar con el pretexto de coger algunas moras silvestres.
El olor a fresno había ocupado el sitio que hasta entonces gobernaban sus pensamientos.
El aire puro hacia verdaderos intentos por renovar sus fuerzas maltrechas pero era tal la carga de sus ideas que se encontraba del todo exhausta y terriblemente cansada.
Algo la impulso de forma repentina a sentarse bajo la sombra de un alto árbol en el que el sol parecía deshacerse en caricias reconfortantes. Apenas habían pasado unos segundos cuando sintió la opresión de un peso candente sobre su mente, un manto negro evaporo del todo la escena que sus ojos estaban narrando y se vio transportada a otro mundo, a otra realidad harto diferente.
Era un bello corcel de pelaje blanco y aterciopelado que deambulaba de un lado a otro, sin encontrar un rumbo fijo para el que dirigir sus pasos, disfrutando simplemente del paisaje interno que se dibujaba en sus sentidos cada vez que torcía una esquina.
El viento azotaba su pelo y traía consigo nuevas rutas. La hierba fresca y la arena iban despedazándose mostrando un sinfín de caminos que prometían toda una serie de posibilidades.
No se oía ningún ruido mas que el frenético latido de su corazón, pero era una melodía acompasada que la calmaba y la reconfortaba. Una banda sonora que sin duda traía consigo un montón de recuerdos cálidos aglomerados de manera afectuosa.
De repente en medio de la nada la sorprendieron pastando dos carros robustos y altos. No llegaba a ver a sus ocupantes pero ambos habían fijado su vista en ella y le dirigían palabras atentas que tenían como objetivo reclamar su atención.
Ambos iban portando cadenas, lazos, correas y látigos.
Todo tipo de instrumentos para adormecer su voluntad.
Estuvo un momento dubitativa, preguntándose acerca de sus intenciones. Era demasiada su ingenuidad por aquel entonces y aunque estaba velada por su torpeza a veces la conducía a destinos fatales ,tal como el que se le estaba presentando.
De pronto sintió que algo tiraba de ella. Que la empujaba en contra de su voluntad. El hierro candente se fundió con la carne como si hubiera sido siempre su verdadero dueño, como si el cuerpo siempre hubiera sido un traje de segunda mano, una hipoteca temporal.
Quiso resistirse y clavo sus pezuñas con fuerza a la arena pero un segundo lazo se enlazaba en su cuello con insistencia impidiéndole ejercer cualquier mínimo movimiento.
Si hubiera podido tan solo fijar su vista en las letras escarlatas que con sangre enunciaban el nombre  de los dueños de los carromatos habría visto que uno tenia el símbolo de la cruz y en el otro estaba pintado el poder del estado.
El poder del estado y la religión se estaban disputando su alma. Uno le prometía la salvación eterna, el paraíso y todas sus glorias. Una nueva vida, libre para emanciparse de sus errores.
Estado le ofrecía suculentos trozos de carne que buscaba que engullera con avidez sin pensar en las consecuencias. Seguridad, confort, familiaridad y unión.

Pero no era nada fácil.


Religión le hacia examen de conciencia.
Había pecado. Había pecado demasiado.
Pecaba de soberbia, gula, pereza, lascivia, odio. En su pecho estaba dibujado el sino de las pasiones, en su sangre se vertían mil demonios. Su humanidad al fin la había corrompido para todos aquellos reyes celestes que la querían perdida y corrupta pero a fin de cuentas dispuesta a vender a un precio demasiado bajo su cuerpo y su alma, a renunciar a la posibilidad de un destino propio, singular y merecido.

Estado le preguntaba por sus propios intereses y como empeñado en que eran una mancha buscaba extirparlos, arrancarlos del fondo de su alma como si fueran una mala hierba. Quería que le perteneciera con el mismo ardor y la misma fiereza con la que se entregaba a un amante.


Ambos exigían cosas de su cuerpo y de su alma que no podía entregar porque ya tenían dueño.
Ambos querían la mente y todos sus dominios pero ninguno se preocupaba del poder de convicción con el que podía engañar al verdadero dueño de sus afectos.


El hierro se aferro aun con mas fuerza a la carne forzándole a emprender carrera, haciéndole torcer las piernas como ejecutando un vals.


-Camina buey- le decían, muévete mas rápido. Debemos llegar pronto.


Ninguno se había percatado de que era mas que una bestia de carga, ninguno había valorado la belleza de su mirada salvaje ni lo aterciopelado de su pelaje, lo grácil de sus movimientos y la elegancia del conjunto de su cuerpo.


Era solo una bestia de carga que debía llevar el peso de algo que desconocía pero que marcaba los pilares de lo que significaba su existencia.


Tiraron de el de una manera tan frenética que al final acabo por sentir un crujir en el fondo del pecho.
La fuerza de las cadenas estaba separando su piel, sus huesos. Sus órganos caían en el suelo manchandolo de sangre, alimentando la tierra.
Podía ver su propio corazón al que ninguno de los ocupantes de los carros prestaba aun atención.
Su corazón abandonado trazando un paisaje nuevo en la tierra, tintando con su sangre silabas que los insectos que caminaban sobre el suelo iban transformando en pequeños poemas.



Abrió los ojos.



Había dormido demasiado rato. Su corazón palpitaba con fuerza. Su corazón, su corazón al fin siempre seguiría perteneciendole. Su única comunión era para con la tierra.
Hasta entonces era suyo para vaciarlo, despojarlo de sus armaduras, viciarlo con mil afrodisíacos, corromperlo, corromperlo para hallar en el la paz, corromperlo hasta la médula.



Y para el al fin nadie había inventado una cadena.

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