sábado, 20 de septiembre de 2014

Cuando mi mente se convirtió en un gato vagabundo que vivía de restos de ideas extrañas que emergían con el viento





Me dolía el roce de su mano como si el mero hecho de tocarla fuera tan doloroso como el influjo de una llamarada que abrasa la piel en carne viva.
Observaba de lejos como en una ensoñación el cortejo que me parecía que caminaba hacia algun lugar seguro y esa mano aferraba la mía como demandando algun tipo de alianza  secreta que sirviera para engañar al tiempo. Pero esa masa que se alineaba en torno a mi figura mas que de seguridad dotaba a mis piernas de flaqueza.
Aunque en aquella época yo era demasiado débil para ver el reflejo de mis pies en el lado contrario de la carretera y tal vez por eso me aferraba a aquella mano con candor y insistencia. Aunque aferrarme a ella supusiera quemarme y aunque ello solo me aportara cicatrices que en el firmamento de mi espalda describirían siempre historias.
Un día sin embargo me perdí. Lo recuerdo todo perfectamente. Alguien soltó mi mano o la solté yo de imprevisto. El contacto cálido y seguro me dejo helada de pies a cabeza. Y sentí como mis pasos se acortaban y mi corazón preguntaba con una voz demasiado alta a mi cerebro que era lo que había ocurrido.
Me perdí y solo respondían mis pies que se alzaban desafiantes frente a mi temprana racionalidad.
Entonces yo no lo sabia pero me había alejado del sendero. Me había alejado tanto del sendero que cuando quise aproximarme de nuevo el grupo había quedado reducido a sombras y lo unico que podía hacer era correr, correr, correr mas deprisa que mi pensamiento y sabotear sus planes.
Mientras tanto florecían en mi mente extrañas ideas que se mantenían con vida en un terreno virgen e inexplorado, donde nadie había pedido aun soberanía.
Florecían como las malas hierbas con obstinación y rebeldía, con un tipo de belleza caduca que solo pueden comprender unos cuantos.
Crecían frágiles y custodiadas por un cortejo de extraños pajarracos que se disponían en el cielo formando una extraña nube negra intentando en vano rapiñarlas al confundirlas con objetos relucientes de incalculable valor.
Y yo corría, corría, desamparada y libre por fin, libre de esa mano que me prometía calor sin decirme que mi mano estaba hipotecada con el fuego y que el precio era arder por dentro hasta quedarse vació como una de esas estufas de leña que un día se averían en pleno Invierno. Y uno no sabe con que calentarse el alma por que la tiene helada y maltrecha. Porque le ha anidado en el esternón Enero y no se ira hasta que no recobre fuerzas.
Y corría, corría temiendo la sacudida de mis propios pasos pero dejándome guiar por el viento.
Y mis compañeros eran aquellos gatos callejeros que aullaban sin piedad a la luna como queriendo acuchillarla con el perforador sonido de sus voces, por ser amiga ingrata, por estar tan cerca y a la vez tan lejos.
Y mi única amiga fiel era esa luna a la que dirigía mis plegarias de pecadora y que sin embargo seguía brillando para mi y dibujando en mi cuerpo desnudo contornos.
Porque yo ya no necesitaba las ropas de ellos. Su fe, su credo, su estúpido partido, su amor y odio envasados al vació.
Estaba sola, estaba sola. Me había perdido.
Y justo cuando iba a desistir en mi busca, mis pies se pararon de súbito para mostrarme mi figura escondida en una esquina pero yo ya no me pare.
Seguí corriendo, seguí corriendo.
Como si esa no fuera yo. Como si solo fuera un reflejo.
Y el verdadero yo siguiera perdido, vagabundeando por esos callejones.
Esperando llenarse de besos, de hastió, de sueño.
Esperando su momento.

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