martes, 4 de marzo de 2014

Salados




Cuando vivían en la costa su madre le decía que las mujeres son sirenas que están hechas de sal y que salen a la tierra unas decenas de años pero nunca abandonan su naturaleza.
Le hablaba de otro mundo que existía mas allá de las casitas de la costa. De un mundo submarino y lleno de quietud en el que uno podía existir para siempre. Un mundo cuyo eco nos llegaba por medio de las conchas y las caracolas, los únicos elementos de la tierra que eran capaces de traducir el silencio.
Le decía que en el cuerpo femenino hay una parte salada que nunca se debe rechazar y que a veces para poder coexistir en ambos mundos se debía extirpar cada día una milésima parte salada del cuerpo mediante las lagrimas.
Siempre hablaba de no tenerle miedo a las lagrimas. Las comparaba con perlas que extintas en un determinado periodo de tiempo adquieren un valor incalculable y se convierten en joyas que uno puede lucir con orgullo.
Pero también le decía que no todo el mundo tiene el mismo poder de fabricar esas joyas.
Algunas personas pasan su vida sin equiparar una sola de ellas.

Porque como añadía en todos los rincones del mundo lo normal era la tristeza y se había analizado como algo tan habitual que la mayoría de las tragedias humanas no significaban nada.
Pero las lagrimas de alegría, las de superación, las que sabían a tierra y a sangre.
Esas eran las únicas que podían salvar al mundo de su terrible y fatigosa decadencia.

Un día cuando su madre ya formaba parte del otro mundo subterráneo ella también tuvo un hijo salado.
Y supo que en los hombres también existe esa imperante necesidad de conexionar los dos mundos.
Alejados ya  los años infantiles el paso la mayor parte de su vida tomando a su madre por una excéntrica y decidió que la mejor manera de combatir la decadencia de ese mundo que ella había creado a su alrededor era hacer la guerra.
Se armo con un fusil y un día se marcho de casa sin decir adiós.
Cuando volvió ya no quedaba rastro de ese niño que solía olvidar los problemas acunado de unos brazos en limitadas ocasiones.
Y aunque la madre a veces le rebelaba su existencia salada el renegaba de ella y le decía que los hombre no lloran ni lamentan.
Se separo dos meses mas tarde de su mujer y se distancio de sus hijos. Encontró en la iglesia su única y verdadera pasión.
Cuando su madre no estaba ya sobre el mundo , su vida se convirtió en un desfile de soledad.
Solía recordarla al mirar al mar o recordar la cara de ese chico mientras le apuntaba con el cañón de su metralleta.
Solo por haber sido espectador de un escenario en el que no tenia que haber existido. Un pobre chico que estaba buscando a su madre entre los escombros.
Y entonces recordaba la frase que solía decir siempre su madre: Que el mal que no se sacude se incrusta en el alma.
Y deseaba sentarse y llorar hasta el amanecer. Pero había olvidado como se hacia.

1 comentario:

  1. Con el paso de los años, cada vez cuesta más llorar. Son menos las situaciones que consiguen emocionarnos y la experiencias dolorosas nos endurecen.
    Me alegra saber que estás bien y volver a leerte.Un besote

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