jueves, 8 de noviembre de 2012

A su madre siempre le molesto el ruido.


Recordaba perfectamente las veces en las que el alboroto que formaban los muchachos la dejaba en un estado de agitación permanente.
Cuando el abuelo murió su temor constante al bullicio pareció enmudecerse y se quedo confinada en un viejo sillón medio adormecida.
Aquel mismo día Fiedrich se alisto en el partido por méritos propios y consiguió una brillante medalla que lucio con orgullo y entusiasmo en el pecho.
A la mañana siguiente se marcho de casa sin despedirse de su madre y sin asistir al sepelio del viejo.
La mujer no se inmuto cuando lo vio coger las maletas y caminar hacia la puerta pero cuando salio al exterior pudo oír un llanto seco.

Fiedrich decidió cambiar su apellido por el paterno y distanciarse de sus familiares maternos.
Toda su familia había quedado reducida a una sola entidad: el partido.
Los que lo apoyaban estaban con el y los que no eran sus enemigos mortales y por tanto traidores a la patria.
Años de opresión y esclavitud por parte de los cerdos capitalistas habían dado un fruto interesante, un nuevo gobierno de proletarios para proletarios.
A partir de aquel momento la propiedad privada desaparecería  y los bienes comunes serian colectivos. Toda referencia al capitalismo seria signo de traición y condenada inminentemente.

Su padre lucho seriamente por aquellos principios y se pudrió en una cárcel por robar un pedazo de pan para alimentar a su familia.
Su madre, que había abandonado a sus ricos padres, tuvo que volver a retomar contacto con ellos y vivieron cómodamente durante años.
Pero Fiedrich nunca olvidaría a aquel padre que lo salvo en aquel tramo tan duro de su vida.
Aquel padre que le escribía cartas llenas de entusiasmo, pasión e idealismo desde una fría prisión.
Aquel padre victima de un sistema que consumía al individuo y cuando lo había desgastado , lo arrojaba inservible.
Pero su madre y su abuelo lo olvidaron pronto.
Haciendo gastos innecesarios y consumiendo productos caros.
Daba igual cuanto se deslomara el viejo, la riqueza era de todos y debía ser compartida.

Fiedrich intento alejarse de todos aquellos pensamientos que le rondaban la cabeza.
Aquella vergüenza atroz por sus orígenes y aquel sabor agridulce que le había dejado el fusilamiento del viejo.
Intento borrar de su mente todos aquellos recuerdos y se preparo para el interrogatorio.

Aquel día habían traído a un preso que parecía tener unas ideas contrarias al partido.
Era un individuo peligroso para la Komiterm y ni siquiera se pensó en encerrarlo en un Gulag.
Debía sacarle toda la verdad y después dispararle a la cabeza.

Fiedrich cojio la pistola pero esta vez no le tembló el pulso.

Aquel individuo lloraría, invocaría a Dios y solicitaría una falsa piedad cristiana.

Tal vez le hablara de su familia, una mujer cariñosa embarazada y cinco hijos menores de edad.
Tal vez le daría un discurso acerca de los prejuicios y el amor.
Pero todo serian estratagemas que buscaran esconder una premisa: la vida de aquel individuo eliminaba las de otros diez.

Cuando entro en la sala el hombrecillo se movió confuso en su mesa.
Al primer golpe comenzó a confesar haber escondido propiedades en un foso.
Al segundo se declaro inocente de haber asesinado a alguien.
En los demás solo pronuncio un nombre: Annika.

Su pequeña Annika.

Pero Fiedrich dudaba de la existencia de aquel personaje y lo atribuía a un delirio de su mente.

Cuando hubo pasado cuatro horas torturándolo ceso en declararse inocente y se acuso asesino y ladrón de la patria comunista.

Fiedrich evito mirarle a los ojos cuando apretó el gatillo y cuando sus sesos se hubieron esparcido por la mesa, limpio el revolver con su camisa y se marcho de allí sin asimilar la menor sensación de piedad o pena.

El gordo capitalista estaba muerto.


Cuando paso una semana fue enviado a otro departamento y sus dirigentes lo mandaron a un gulaj para supervisar a los presos.

Un día se le encargo fusilar a un grupo de mujeres que estaban enfermas y no podían servir a la patria.


El día era frió y la nieve había escarchado las hojas de los arboles.
Los dedos se le habían helado y le costaba mantenerlos calientes en sus bolsillos.
Era la primera vez que debería apuntar a una mujer, pero no le importaba liquidar a un par de esas brujas manipuladoras e intrigantes que protegían en sus casas a verdaderos enemigos de la patria.
El grupo de mujeres era pequeño . Había una muchacha baja y delgada que tenia el pelo negro como la tez, una mujer alta y pesada que tosía continuamente y una anciana que apenas podía andar.
Eliminarlas era un gesto bastante humano para con su enfermedad.

Apenas se inmutaron cuando fue disparándolas una  a una pero la mas vieja pidió un ultimo deseo antes de ser fusilada, quera ver a Annika, debía ayudarla, era solo una niña.

Por primera vez a Fiedrich le temblo el pulso cuando aquella mujer le miro a la cara y le pronuncio aquellas palabras.
Sus ojos color miel tenían la misma calidez y agitación que los de su madre.
En su cabello castaño con mechones blancos y en su sonrisa torcida podía percibir la pesadez de aquella mujer fuerte y altiva que solía decir que no por hacer mas ruido, se tenia mas razón.

Pero era imposible que aquella anciana fuera su propia madre.
Que la mujer que le dio la vida estuviera en un lugar así le pareció inverosímil.

Paso un segundo hasta que cobro la compostura y entonces por primera vez, la mujer pareció cambiar su expresión y lo miro de manera profunda.
Ese pequeño cambio, aunque apenas visible, fue notado por el.
Y la mirada de la mujer se centro en su rostro como si hubieran sido conocidos que habían sido separados durante un tiempo y que volvían a encontrarse.
Parecía conocerlo.
Todo se decidiría en la siguiente silaba que pronunciaran sus labios.
Pero el miedo volvió a llamar al ruido y un sordo pum desplomo aquel cuerpo frágil y menudo en la nieve.


Fiedrich se guardo la pistola en el bolsillo y fue a preguntarle a un compañero el nombre de aquella presa.

Pero el hombre le contesto que cuando entraban a aquel lugar dejaban de tener nombre.

Fiedrich abandono a su camarada confuso y se marcho del campo en cuanto le fue posible.

Cuando cruzo la verja se noto una sustancia pesada y liquida pegada a las pestañas.
Aunque no se había percatado había estado llorando.

Por la calle los miembros del partido arrojaban periódicos a la muchedumbre y chillaban sus mitines con euforia.

Por primera vez quiso que el mundo se quedara en silencio.
Pero sabia que el mundo nunca se enmudecería.
Su madre se mostraba ignorante cuando decía que quien mas grita no tiene mas razon.
Pero por un momento le hubiera gustado pensar en un mundo en el que esa premisa fuera totalmente cierta.

Porque los gritos de los demás habían tenido el poder de dejarlos a todos sin nombre.

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